La pintura de paisaje evidencia la estrecha relación que ha existido entre el individuo y la naturaleza a lo largo de la historia. El hombre necesita investigarla para poder comprenderla y transmitir su concepto, de captarla con fidelidad o interpretarla según su estado de ánimo.

Cristino de Vera aborda este género desde sus primeros años de aprendizaje, observando el territorio insular que le vio nacer y ya en Madrid, en los años cincuenta, comienza a buscar la luz y la soledad en la naturaleza de las tierras castellanas.

Rocas, bancales y caminos de montaña de extraordinaria riqueza cromática habían conquistado el lienzo en sus obras fechadas hasta mediados de los sesenta. Posteriormente, el artista comenzará a plasmar con humildad y sencillez los elementos que él considera indispensables para expresar sus sentimientos: colinas romas dispuestas en distintos planos, extensas llanuras, praderas con florecillas, cementerios y piedras. "La Naturaleza es quien más ha influido en mí. Pinto con tierras pero el color está debajo. Para mí, la infinita obra de la Creación es lo más importante e inspirador. En ella se unen el Misterio y la Maravilla.” (Cristino de Vera, La Tarde, 1964).

En su eterna búsqueda y conquista de la luz para alcanzar el sentimiento espiritual más profundo de lo representado, Cristino de Vera emplea una técnica que suele relacionarse con los puntillistas. El puntillismo, nacido del divisionismo (1880-1890) e instaurado por Georges Seurat, obtiene los efectos cromáticos mediante la yuxtaposición de pequeñas pinceladas redondas de color puro sobre el lienzo y, a cierta distancia, el ojo no puede diferenciarlas, captando otro color (mezcla óptica). Cristino de Vera, a diferencia de aquellos, aplica pinceladas cortas sin superposiciones por cuyos huecos asoma el blanco del lienzo.

Es evidente el paralelismo existente entre el lenguaje pictórico de Cristino de Vera y la poética de Antonio Machado. Ambos ofrecen una íntima mirada sobre su percepción del paisaje mediante la utilización de la metáfora. La pradera revestida de flores, los cipreses que asoman tras la tapia del cementerio, los tonos violáceos y pardos y la búsqueda de lo esencial en el tratamiento de estos elementos nutren los versos y la pintura.

El ciprés, elemento iconográfico del repertorio formal del pintor, se erige como símbolo de la despedida. Desde la antigüedad grecorromana, el ciprés fue considerado por los poetas como el árbol de los difuntos. Ovidio, en la Metamorfosis, cuenta la leyenda de Cipariso, joven de extraordinaria belleza, amado de Apolo, que pasaba el día con un ciervo sagrado, su querido compañero de juegos. Un día, el animal se echó a la sombra de unos árboles a descansar y Cipariso, sin percatarse de su presencia, lo mató con una flecha. El muchacho, desesperado, imploró a los dioses permanecer en luto eterno. Desde ese momento sus brazos y sus piernas comenzaron a transformarse, tomando el aspecto de un ciprés, el árbol que nace junto a las tumbas como símbolo del luto y del dolor eterno e inconsolable.

Organiza

Fundación Cristino de Vera - Espacio Cultural CajaCanarias

Lugar

C/ San Agustín, 18. C.P. 38201
San Cristóbal de La Laguna
Santa Cruz de Tenerife