NOVIEMBRE DE 2016

Presentación

LA CONFESION DE MONET

Fernando Castro Borrego

“Mire, –le confesaba Monet a un amigo-, voy a contarle el mayor dolor de mi vida, dolor que aún me duele después de años y años. Latouche, un pequeño comerciante de colores que tenía una gran simpatía hacia nuestro grupo, exponía a veces nuestra pintura (…) Yo acababa de terminar El jardín del infante. Se lo llevé. Lo puso en su vitrina. Desde la tienda se podía ver a los transeúntes, sus miradas, sus gestos. Estando así, vimos llegar a Daumier. Se detuvo, hizo un alto y empujó la puerta: ‘Latouche –gritó con voz fuerte-, ¿no vas a quitar este horror de tu tienda?’. Palidezco. Siento como un puñetazo en el corazón (…). No nos atrevimos a hablar, me escondí en el fondo de la tienda… De repente, distinguí al padre Díaz arrastrando su pierna de madera por la acera. Se acercó. Me invadió el temor (…) Ávido de un poco de consuelo, Latouche se lanzó sobre el viejo pintor… ‘¿Está bien, verdad, señor Díaz?’.  Me lo presentaron. Díaz se mostró muy cálido, muy entusiasta, y me predijo que llegaría lejos… Elogios de compromiso, naturalmente. Pero… ¡y qué! Díaz era Díaz. ¡Sin embargo Daumier…!”

Este texto revela lo que podríamos llamar la angustia del reconocimiento. El desprecio de Daumier le dolió tanto a Monet como le fue indiferente el elogio –sincero o hipócrita- que el sacerdote Díaz le dispensó a su obra. Se trataba de Narcisse Díaz de la Peña, un buen pintor francés, aunque de segunda fila, perteneciente a la Escuela de Barbizon. La angustia descrita encierra la siguiente paradoja. Monet admiraba a Daumier; sabía que era un grande en el campo de la pintura realista francesa de mitad del siglo XIX. Mientras que el cura Díaz era un pintor menor que practicaba una estética naturalista.  Tal vez Monet debería haber sido más sensible al juicio aprobatorio de Díaz, que era un pintor de paisajes como él, y no haberse sentido tan afectado por el rechazo de Daumier, cuya posición estética era otra.  Los pintores realistas representaban al hombre como sujeto social y político; mientras que los naturalistas eran pintores de género que solo cultivaban el paisaje. Así pues, las diferencias entre estos dos creadores, convertidos eventualmente en jueces de la pintura de Monet, eran notables. A Daumier el paisaje no le inspiraba ninguna emoción. Mientras que Narcisse Díaz de la Peña consagró su vida a representar el paisaje del bosque de Barbizon, cercano a París, desarrollando una estética que luego abrazarían  los pintores impresionistas, entre los que empezaba a destacar la figura de Monet. A Daumier le interesaba el hombre, siendo la división de la sociedad en clases y la crítica a los poderosos, a quienes caricaturizó sin piedad, los motivos que inspiraron toda su obra. Fue sincero al censurar una pintura carente de intención crítica como la de Monet. Pero nada podía aliviar el dolor de éste al sentirse rechazado por un gigante como Daumier, menos aún los elogios que recibió de un pintor de segunda fila como Díaz. Los artistas jóvenes pueden elegir a los progenitores de cuya familia se reclaman, pero éstos también son libres de rechazar tal “adopción”.

La misma situación se repetiría años después, aunque se cambiaron las tornas: el agraviado de entonces es ahora quien agravia. Cuando Monet ya había alcanzado la gloria, en 1907 (murió en 1926 y fue testigo de la emergencia de las vanguardias), Walter Pach, pintor y critico norteamericano, le preguntó si apreciaba en la pintura del joven Matisse los valores que habían sido ponderados por los hermanos Leo y Gertrude Stein, y esta fue su repuesta contundente: “En absoluto”. No sabemos si, adoptando el mismo tono airado que Daumier empleo con él, habría llegado a decirle a un galerista que hubiera osado exponer la obra del iconoclasta Matisse que la retirara de su escaparate.

El hecho de que esta angustia del reconocimiento haya dejado de manifestarse en el mundo del arte es un fenómeno que merece ser analizado como síntoma.  En primer lugar, estoy seguro de que un artista posmoderno no sufriría “el mayor dolor de su vida” al ser rechazado por un viejo vanguardista. Entre el siglo XX y el XXI no hay ningún eslabón que garantice la continuidad estética, ni siquiera Marcel Duchamp sirve como prueba de que la cadena de la tradición (me refiero a la “tradición de lo nuevo”) aún no se ha roto del todo. Esta no es más que una ilusión de la que se alimentan algunos artistas conceptuales. Lo cierto es que no hay continuidad entre nuestro siglo y el pasado, y  si no hay continuidad tampoco hay ruptura ni agravio. Vivimos en una era caracterizada por un actualismo pavoroso donde el pasado solo inspira indiferencia. Los intereses del presente ejercen su dictadura en todos los ámbitos de la cultura. La contemporaneidad se ha vuelto despótica, y, dada la velocidad de los cambios, ni los precursores inmediatos merecen atención para los artistas actuales, ni éstos encuentran estimulante o excitante desacreditar a aquéllos, como ocurrió cuando los vanguardistas impugnaron la estética de los académicos e impresionistas. El espíritu de ruptura y provocación que caracterizó a las vanguardias era una forma, aunque inconsciente, de proclamar que unos y otros pertenecían al mismo ámbito cultural.