5 al 26 de noviembre de 2019

Presentación

Fernando Castro Borrego

Decía John Ruskin que la muerte del arte decorativo sería una pérdida irreparable para la humanidad. Lo mismo podía haber dicho de la pérdida o descrédito del arte simbólico; pero en la segunda mitad del siglo XIX esto no era tan evidente, incluso hubo un renacimiento del simbolismo en el arte. Lo decorativo y lo simbólico han sido elementos esenciales de los que se ha nutrido en buena medida la experiencia estética en las artes visuales y en la arquitectura. La decoración en la arquitectura murió al imponerse el ornamento hecho a máquina, en el siglo XIX. tal fue —a juicio de Ruskin— la causa que provocó su decadencia y desaparición. En el periodo de las vanguardias no solo tuvo lugar el descrédito definitivo de la decoración en el arte, sino también del simbolismo. La causa de ambas desapariciones, la del arte decorativo y la del arte simbólico, fue la misma: la Revolución Industrial; pero tuvo una explicación distinta que hizo estremecer los cimientos de la experiencia estética. Me refiero a la irrupción en el siglo XX de una nueva retórica en la que la tautología acabó con todo vestigio de espiritualidad y misterio: una rosa es una rosa (Gertrude Stein). “No hay que decir sino mostrar” (Wittgenstein). Esta función deíctica era desconocida hasta entonces en el arte. En el pasado las imágenes artísticas mostraban y decían. La obra de arte simbólica era parlante. El reduccionismo de las vanguardias analíticas puso fin a una concepción espiritual del arte. La invocación de la autonomía estética hizo que se resquebrajara la vieja relación, tan fructífera por otra parte, entre pintura y poesía. Se levantaron fronteras entre las artes, invocando la pureza y la desnudez del discurso. Pero la pureza no se mantuvo durante mucho tiempo. Al final desembocó en la heteronomía de la corrección política, como veremos seguidamente. La fortuna crítica de la obra de Marcel Duchamp es sintomática de lo que ha sucedido después. Los intentos de justificar su obra como “apariencia desnuda” (Octavio Paz) implicaban una sobrevaloración del silencio, de la desnudez. tal reduccionismo tautológico nada tenía que ver con el silencio de la mística. El urinario de Duchamp, no es más que un urinario. Mientras que para un artista como Cristino de Vera, cuya obra tiene un inequívoco sentido simbólico, una taza o una vela no son solo una taza y una vela. La apariencia desnuda no es mejor que la vestida. Las referencias iconográficas procedentes de la literatura, la filosofía o la religión no hacen de la obra de arte un objeto impuro.

Kant distinguía entre belleza natural y belleza adherente. La primera es formal y no puede ser explicada. Ponía como ejemplo el canto de los pájaros (arte puro) y la belleza de su plumaje. Frente a este tipo de experiencia estética que brindan ciertas imágenes de la naturaleza, se da en las artes otro tipo de belleza que él llamó adherente. Aunque no dijo que una fuese superior a la otra. En el periodo de las vanguardias este tipo de belleza literaria empezó a ser denostada. La distinción que Kant estableció en el siglo XVIII era descriptiva y neutral. Pero la interpretación que las vanguardias del siglo XX dieron de esta dicotomía fue otra: el arte puro (abstracto) es como el canto de los pájaros, y no exige explicación alguna. Hoy este debate ha sido superado. La estética posmoderna reniega del purismo de las vanguardias y lo hace para proponer un arte cuyo valor “adherente” ya no depende de la poesía sino de la política, es decir, de una agenda de fines políticos (temática de género, ecología, inmigración, etc.), de los cuales deriva el valor de la obra de arte y su evaluación estética. No pongo en duda la nobleza de estas causas, por las que merece la pena librar una batalla, solo deploro que sean los artistas quienes asuman esta tarea y no las organizaciones sociales, manifestándose en la calle; o los políticos, promulgando leyes. Sin embargo, la vuelta a una experiencia estética adherente, de contenido político y social, no constituye en la era posmoderna un mero retorno al pasado, cuando dicho arte político tenía como núcleo exclusivo de su mensaje la lucha de clases, pues adviértase que tal regresión, por la que las imágenes artísticas adquieren un valor adherente, no se produce hoy como repetición o mímesis del arte político de los siglos XIX y XX. La dialéctica histórica de Hegel y Marx ayuda a comprender este fenómeno en el que el devenir adopta la figura geométrica de un helicoide. La espiral de la historia se mueve siempre hacia delante, retomando algunos signos del pasado y desechando otros. Entre estos últimos, la cultura posmoderna prescinde del paradigma de un mensaje político de inspiración genuinamente marxista y revolucionario. En cualquier caso, tanto en el arte político de la modernidad como en el de la posmodernidad, los contenidos simbólicos de raigambre metafísica no tienen cabida.

El orden simbólico siempre tuvo que ver con la muerte. Así ha sido desde la prehistoria, cuando los hombres empezaron a enterrar a sus muertos. Durante siglos, el velo de las apariencias incitaba el ansia de conocer lo que había tras de ellas. Y los artistas se consagraron a representar ese temor al más allá, sublimándolo. En el umbral de cultura post-human no sabemos si los robots y los androides tendrán conciencia de la muerte. Si la ciencia robótica consigue implantar en las máquinas un programa que cure de la ansiedad y la angustia que aquejan a los seres humanos, o si la ciencia biogenética produce una mutación que cumpla el mismo fin, tal vez el arte no será necesario. Abolida la angustia, abolido el arte. Mientras tanto tendremos como sucedáneo un arte político —si bien inocuo y sobreexplicado—, cuya temática goza hoy de un consenso social suficiente en el marco de nuestras democracias.